sábado, 4 de mayo de 2013

Afrodita llega al Peloponeso desde la isla de Citera

 
El nacimiento de Afrodita. (William-Adolphe Bouguereau)
 
Afrodita, diosa del Deseo, surgió desnuda de la espuma del mar y surcando las olas en una venera desembarcó en la isla de Citera; pero como le pareció una isla muy pequeña, pasó al Peloponeso y, más tarde, a Chipre donde las Estaciones, hijas de Temis, se apresuraron a vestirla y adornarla.
Afrodita era la vieja diosa mediterránea que surgió del Caos y a la que también se conocía como Ishtar en Siria y Palestina. Era, por tanto, una diosa extranjera, que llegó a Grecia pasando por la isla de Citera, una etapa en la navegación entre Creta y el Peloponeso. Siempre estuvo relacionada con el mar (nació de la espuma y llegó a Citera flotando sobre una concha) y el amor (se la hace madre, entre otros, de Eros).
Una de sus leyendas más conocidas es la que le hace intervenir en el juicio de Paris (ver Githio) donde triunfa sobre Hera y Atenea; pero esta victoria le supuso embarcar a dos pueblos, y a sí misma, en una guerra. Ella, a diferencia de Atenea, no tenía cualidades guerreras (al contrario: ...brotaban hierbas y flores dondequiera que pisase) por lo que, de su única intervención en Troya salió levemente herida. Zeus se lo dijo bien claro: A ti, hija mía, no te han sido asignadas las acciones bélicas: dedícate a los dulces trabajos del himeneo y deja que Ares y Atenea se ocupen de aquéllas. (Ilíada).
Aunque el juicio de Paris fue fraudulento, todos los dioses estaban de acuerdo en que Afrodita era la más bella. Hasta Zeus, a veces considerado su propio padre, estaba enamorado de ella, pero no queriendo cometer incesto y habiéndose dado ya tantas duchas frías al estilo jesuítico, un día se enfadó y decidió vengarse casándola con el más feo de los dioses, con el cojo Hefesto. Ella aceptó obedientemente, pero luego lo engañaba con el apasionado Ares. Y el amorío, que al principio se llevó con discreción, finalmente acabó llegando a oídos de Hefesto, y he aquí lo que pasó contado por el mismo Homero:
Mas el aedo, pulsando la cítara, empezó a cantar hermosamente los amores de Ares y Afrodita, la de bella corona: cómo se unieron a Hurto y por primera vez en casa de Hefesto, y cómo aquel hizo muchos regalos e infamó el lecho marital del soberano dios. El Sol, que vio el amoroso suceso, fue enseguida a contárselo a Hefesto, y éste, al oír la punzante nueva, se encaminó a su fragua, agitando en lo íntimo de su alma ardides siniestros, puso encima del tajo el enorme yunque y fabricó unos hilos inquebrantables para que permanecieran firmes donde los dejara. Después que, poseído de cólera contra Ares, construyó esta trampa, fuese a la habitación en que tenía el lecho y extendió los hilos en círculo y por todas partes, alrededor de los pies de la cama y colgando de las vigas, como tenues hilos de araña que nadie hubiese podido ver, aunque fuera alguno de los bienaventurados dioses, por haberlos labrado aquel con gran artificio. Y no bien acabó de sujetar la trampa en torno de la cama, fingió que se encaminaba a Lemnos, ciudad bien construida, que es para él la más agradable de todas las tierras. No en balde estaba al acecho Ares, que usa áureas riendas, y cuando vio que Hefesto, el ilustre artífice, se alejaba, fuese al palacio de este ínclito dios, ávido del amor de Citerea, la de hermosa corona. Afrodita, recién venida de junto a su padre, el prepotente Cronión, se hallaba sentada, y Ares, entrando en la casa, tomóla de la mano y así le dijo: “Ven al lecho, amada mía, y acostémonos, que ya Hefesto no está entre nosotros, pues partió sin duda hacia Lemnos...” Así se expresó, y a ella parecióle grato acostarse. Metiéronse ambos en la cama y se extendieron a su alrededor los lazos artificiosos del prudente Hefesto, de tal suerte que aquéllos no podían mover ni levantar ninguno de sus miembros, y entonces comprendieron que no había medio de escapar. No tardó en presentárseles el ínclito Cojo de ambos pies, que se volvió antes de llegar a la tierra de Lemnos, porque el Sol estaba en acecho y fue a avisarle. Encaminóse a su casa con el corazón triste, detúvose en el umbral y, poseído de feroz cólera, gritó de un modo tan horrible que le oyeron todos los dioses: “¡Padre Zeus, bienaventurados y sempiternos dioses! Venid a presenciar estas cosas ridículas e intolerables: Afrodita, hija de Zeus, me infama de continuo, a mí, que soy cojo, queriendo al pernicioso Ares porque es gallardo y tiene los pies sanos, mientras que yo nací débil; mas de ello nadie tiene la culpa sino mis padres, que no debieron haberme engendrado. Veréis cómo se han acostado en mi lecho y duermen, amorosamente unidos, y yo me angustio al contemplarlo. Mas no espero que les dure el yacer de este modo ni siquiera breves instantes, aunque mucho se amen: pronto querrán entrambos no dormir, pero los engañosos lazos los sujetarán hasta que el padre me restituya íntegra la dote que le entregué por su hija desvergonzada. Que ésta es hermosa, pero no sabe contenerse.” Así dijo, y los dioses se juntaron en la morada de pavimento de bronce. Compareció Poseidón, que ciñe la tierra; presentóse también el benéfico Hermes; llegó asimismo el soberano Apolo, que hiere de lejos. Las diosas quedáronse, por pudor, cada una en su casa. Detuviéronse los dioses, dadores de los bienes, en el umbral, y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados númenes al ver el artificio del ingenioso Hefesto. Y uno de ellos dijo al que tenía más cerca: “No prosperan las malas acciones y el más tardo alcanza al más ágil; como ahora Hefesto, que es cojo y lento, aprisionó con su artificio a Ares, el más veloz de los dioses que posee el Olimpo, quien tendrá que pagarle la multa del adulterio.” Así estos conversaban. Mas el soberano Apolo, hijo de Zeus, habló a Hermes de esta manera: “¡Hermes, hijo de Zeus, mensajero, dador de bienes! ¿Querrías, preso en fuertes vínculos, dormir en la cama con la áurea Afrodita?”  Respondióle el mensajero Argifontes: “¡Ojalá sucediera lo que has dicho, oh soberano Apolo, que hieres de lejos! ¡Envolviéranme triple número de inextricables vínculos, y vosotros los dioses y aun las diosas todas me estuviérais mirando, con tal que yo durmiera con la áurea Afrodita!” Así se expresó, y alzóse nueva risa entre los inmortales dioses. Pero Poseidón no se reía, sino que suplicaba continuamente a Hefesto, el ilustre artífice, que pusiera en libertad a Ares. Y, hablándole, estas aladas palabras le decía: “Desátale, que yo te prometo que pagará como lo mandas, cuanto sea justo entre los inmortales dioses.” Replicóle entonces el ínclito Cojo de ambos pies: “No me ordenes semejante cosa, ¡oh Poseidón que ciñes la tierra!, pues son malas las cauciones que por los malos se prestan. ¿Cómo te podría apremiar yo ante los inmortales dioses, si Ares se fuera suelto y, libre ya de los vínculos, rehusara satisfacer la deuda?” Contestóle Poseidón, que sacuda la tierra: “Si Ares huyere, rehusando satisfacer la deuda, yo mismo te lo pagaré todo.” Respondióle el ínclito Cojo de ambos pies: “No es posible, ni sería conveniente, negarte lo que pides.” Dicho esto, la fuerza de Hefesto le quitó los lazos. Ellos, al verse libres de los mismos, que tan recios eran, se levantaron sin tardanza y fuéronse él a Tracia y la risueña Afrodita a Chipre y Pafos, donde tiene un bosque y un perfumado altar; allí las Gracias la lavaron, la ungieron con el aceite divino que hermosea a los sempiternos dioses y le pusieron lindas vestiduras que dejaban admirado a quien las contemplaba.
Tal era lo que cantaba el ínclito aedo...  (Odisea. Traduc.Luís Segalá. Espasa Calpe).
Y dado que Ares salió corriendo para Tracia, el bueno de Apolo tuvo que pagar la multa por el adulterio cometido, pero parece ser que lo hizo de buen grado pues Afrodita, que al parecer estaba de miedo, le recompensó con unos cuantos hijos. El que seguía disgustado era el padre Zeus a quien nunca se le había resistido fémina alguna, ya divina ya humana, incluidas sus propias hermanas. Claro que ésta era su hija... ¡Y, para más "inri" se ponía su famoso ceñidor que, como es sabido, la hacía totalmente irresistible! No aguantó más y pareciéndole poca venganza el haberla casado con Hefesto, ahora decidió perfeccionar su venganza haciendo que se enamorara de un mortal.
Y, a todo esto, el pobre Anquises no sabía nada del asunto. Así que, cuando se le apareció la diosa y hubo de yacer con ella, se asustó: “quien ve a una diosa desnuda, muere por tal osadía”, recordó. Pero Afrodita estaba enamorada de él y le perdonó. Fuese feliz Anquises; mas un día en que había bebido demasiado, escuchó una conversación que ya entonces era frecuente entre los varones:
- Te digo que esa doncella está mucho mejor que la propia Afrodita.
- ¡Qué me dices...!
Y Anquises, un poco bebido, no pudo aguantarse e intervino imprudentemente:
- Pues yo, habiendo yacido con las dos, puedo aseguraros que no hay color...
¡Tremenda arrogancia! Zeus se encolerizó de tal modo que de inmediato lanzó un rayo contra el presuntuoso mortal; y de no haber sido por Afrodita, que interpuso su ceñidor mágico, el pobre Eneas se hubiera quedado sin padre que sacar a hombros de la incendiada Troya.