domingo, 16 de octubre de 2011

Hermes Argifonte

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Como se intuye de los párrafos anteriores, mesenios y arcadios eran famosos como ladrones de ganado, y Hermes, un dios pastoril arcadio de origen pre-helénico a quien los olímpicos, acaudillados por Apolo, aceptaron entre ellos, no podía sino destacar en tales habilidades. La primera de las aventuras imputadas a Hermes así nos lo indica:

Hermes, hijo de Zeus y de la pléyade Maya, nació en una cueva del monte Cilene, en Acaya. Creció con una rapidez asombrosa e, inmediatamente, en un descuido de su madre, se escapó y se dedicó a recorrer el mundo en busca de aventuras. Fue la primera de ellas el robo de doce vacas pertenecientes a los rebaños del rey Admeto quien tenía por pastor al propio Apolo, a la sazón, su esclavo, como consecuencia de un castigo impuesto por Zeus. Apolo se dedicó con ahínco a buscar los animales robados pero sin suerte, pues la habilidad de Hermes, al calzar a las vacas con herraduras puestas del revés, le despistó.

En sus pesquisas, Apolo llegó hasta Pilos y Mesenia, pero sin resultado alguno por lo que, desesperado, decidió ofrecer una recompensa a quien pudiera informarle sobre el paradero del ganado. Atraídos por la oferta, tanto Sileno como sus sátiros decidieron colaborar con el dios pastor, así que se dispersaron por toda Mesenia y recorrieron los montes hacia el Norte, hasta llegar a la Arcadia donde encontraron a la ninfa Cilene. Maravillados por un hermoso sonido que oían por primera vez, preguntaron a la ninfa, y ella, indirectamente,  les dio la información que buscaban: un niño recién nacido, valiéndose de la concha de una tortuga y de las tripas de una vaca, había confeccionado el instrumento musical que estaban escuchando. Sileno indagó rápidamente sobre el origen de tales tripas, y al cerciorarse de su origen, no tardó en descubrir al autor del robo: el pequeño Hermes. Luego, sin tardanza, se lo comunicó a Apolo en busca de la prometida recompensa.

Apolo llevó de inmediato al ladrón ante Zeus quien, entre bromas, se negaba a creer que un niño hubiera podido cometer tal delito. Sin embargo, Hermes, molesto por lo que consideraba un menosprecio de sus capacidades, se llenó de vanidad y reconoció él mismo el robo. Entonces, Apolo, sin duda simpatizando con la precocidad e inteligencia de aquel joven muchacho, le preguntó:

- Bien, ¿y dónde está el rebaño?
- Acompáñame y te lo ensañaré. Verás que sólo he matado dos de las vacas y que, después de hacer las correspondientes partes, las he ofrecido como sacrificio a los doce dioses.

Apolo, sabedor de que por entonces los olímpicos eran sólo once, se sorprendió y preguntó de nuevo al pequeño:

- ¿Doce? ¿Por qué doce? Querrás decir once, porque, ¿quién es el duodécimo dios?
- Ese, señor, soy yo, tu servidor -contestó Hermes con fingida humildad-. Y sólo me comí lo que me correspondía, una de las doce partes, no más...

Apolo se rió de tal audacia, y se fue con él a buscar el ganado restante. Pero, por el camino, Hermes tomó su lira de concha de tortuga y se puso a tocarla, y Apolo, en extremo sensible a todo lo que fuera arte, se quedó entusiasmado con el sonido de tal instrumento. Tanto fue así que, decidiendo comprárselo, le propuso quedarse con el resto de las vacas a cambio de la lira. Aceptó Hermes quien, en cuanto llegó a su cueva del monte Cilene, se puso a construir un nuevo instrumento musical al que algunos llaman erróneamente siringa (flauta cuyo invento, en realidad, corresponde a Pan) y otros zampoña. Poco después, cuando la hubo terminado, se la mostró nuevamente a Apolo el cual, por segunda vez, se quedó entusiasmado de las notas que podían emitirse con aquel pequeño manojo de cañas. Y esta vez, a cambio de la rústica flauta, Apolo entregó a Hermes el valioso cayado de oro con el que cuidaba los rebaños del rey Admeto.

La amistad surgida entre los dos dioses hizo que Apolo decidiera llevarlo consigo hasta el Olimpo y hablarle del ingenio del muchacho al poderoso Zeus, sintiéndose éste paternalmente orgulloso de las habilidades del jovenzuelo. Claro que Hermes, considerando que era un buen momento, no desaprovechó la ocasión y pidió al padre de todos los dioses que le nombrara su heraldo. Accedió Zeus, aunque con la condición de que no debería usar la mentira para provecho propio. Luego, le entregó el báculo de heraldo, un sombrero de caminante y las famosas sandalias voladoras, y, convertido en mensajero, hubo de ocuparse de las tareas más delicadas. Y, por supuesto, ocupó de inmediato su merecido puesto entre los olímpicos.

Muchas fueron las misiones que los olímpicos encargaron a Hermes, y a todas respondió él con prontitud, eficacia y discreción. Entre los encargos más conocidos está su intervención para proteger los amores adúlteros de Zeus con la joven Ío y en el curso de la cual tuvo que deshacerse de un vigilante tan molestos como Argos, el perro de cien ojos que Hera había puesto para vigilar las andanzas de su marido. Otra misión no menos delicada fue su intervención en el caso de la manzana de oro que la Discordia lanzó en las bodas de Peleo y Tetis y que causó el enfrentamiento entre Hera, Atenea y Afrodita al considerarse cada una la destinataria del presente. Hermes fue encargado por Zeus de solucionar el divinal problema lo que hizo satisfactoriamente transfiriendo la difícil decisión al mortal Paris. Pero, dada la habilidad de Hermes para resolver con delicadeza los temas más complejos, hasta Hades recurre a él para lo que puede considerarse el asunto más difícil: llamar, llegado el momento, a la puerta de los mortales y conducir su alma al reino de las tinieblas. Desde entonces ha estado siempre permanentemente ocupado, pero ni una sola queja se ha podido oír de su boca.

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