jueves, 24 de diciembre de 2009

Frente a la isla de Cefalonia

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----------Céfalo, Procris y Lelaps

Cefalonia es la mayor de las islas Jónicas. Para los españoles tiene una cierta importancia histórica pues los venecianos recuperaron esta isla de los turcos con la ayuda de tropas españolas mandadas por el capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, y años más tarde, la armada de la Santa Alianza se cobijó en sus puertos antes de salir camino de Lepanto. Cefalonia debe su nombre a Céfalo, un ateniense metido en líos.

Céfalo estaba casado con Procris, hija del ateniense Erecteo; pero Eos, la de los rosáceos dedos, se había enamorado de él y, puesto que no le correspondía, recurrió a una estratagema. Un buen día se acercó a Céfalo y le dijo que su mujer estaría dispuesta a engañarlo. Dado que él no lo creía así, discutieron, y entonces Eos le sugirió que lo comprobara.

- ¿Cómo? -le preguntó Céfalo.
- Muy sencillo, yo te metamorfosearé en otra persona de forma que ella no pueda reconocerte y te daré esta corona -dijo mostrándole una corona de oro- para que ofreciéndosela a cambio de su amor puedas comprobarlo todo por ti mismo.

Entonces Céfalo dudó, y ante la duda acabó por aceptar la prueba que, como Eos había predicho, resultó positiva. Céfalo, despechado por lo ocurrido, accedió a los requerimientos de la diosa. Pero cuando Procris supo que su marido la había abandonado por su culpa, sintió una profunda vergüenza y huyó de Atenas dirigiéndose a Creta.
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------ Céfalo y Eos

Procris debía ser muy atractiva pues, en cuanto llegó a la isla, Minos, su rey, se enamoró de ella y le ofreció su protección. Es más, sabiendo lo aficionada que era a la caza, le ofreció a su maravilloso perro Lelaps a cambio, lógicamente, de su amor. Y Procris se lo pensó, pero sucumbió: ¡le gustaba tanto el perro...! Claro que sabía lo que se comentaba del maleficio lanzado por Pasifae contra Minos, y de las terribles consecuencias para la mujer que se acostara con él (su semen no era sino una inmundicia llena de serpientes, escorpiones y ciempiés) pero..., ¡el can era precioso! No fue fácil, aunque, finalmente, después de administrar a Minos una potente bebida profiláctica, pudo complacerlo y... obtener su regalo.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que la joven se acordara de su marido Céfalo, tal vez porque seguía amándolo, tal vez porque quería huir de Creta ante el temor que tenía a las malas artes de Pasifae. Volvió, pues, a Atenas. Y un buen día, participando con su perro Lelaps en una cacería en la que también participaba Céfalo, éste la alcanzó involuntariamente con una flecha mal dirigida y la mató. El Areópago juzgó el caso y condenó a Céfalo a destierro perpetuo. Céfalo se fue a Tebas donde colaboró con Anfitrión (el marido de Alcmena, la madre de Heracles) en la guerra que éste mantenía con los telebeos. La guerra acabó en victoria y, en el reparto de los territorios conquistados, correspondió a Céfalo esta bella isla que aún lleva su nombre: Cefalonia.

Después de comer retornamos a la carretera y seguimos el camino que por Paleokatuna lleva hasta las riberas del gran río Aqueloo. Allí nos detenemos un rato y dedicamos un último recuerdo a esta impersonal provincia de Etolia.

Endimión era un joven pastor de gran belleza del cual, un buen día, se enamoró Selene. Juntos yacieron en una profunda cueva perdida en los montes de Elide donde, para poder contemplarlo con comodidad, Selene consiguió de Zeus que Endimión se quedara perpetuamente dormido.
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Endimión y Selene

Pero antes de quedarse placentera y eternamente dormido en el monte Latmos, Endimión había tenido cuatro hijos con su esposa Hiperipa. Estos cuatro hijos, deseando conseguir el trono de Elide, participaron en una carrera de carros, la primera carrera de carros celebrada por los helenos para elegir un nuevo rey. Epeo, el hermano pequeño, resultó vencedor de la carrera, y Etolo, el mayor, se llevó la peor parte pues, como en aquella época los espectadores aún no sabían que debían apartarse de la pista durante la competición, el carro de Etolo atropelló involuntariamente a la hija de Foroneo (1) causándole la muerte.

Ante tal circunstancia, Etolo huyó precipitadamente, cruzó el canal de Corinto y llegó a estas tierras entonces pobladas por los brutales descendientes de Doro. Después de las consiguientes luchas, Etolo logró conquistar el territorio que ahora, en su honor, se llama Etolia o Etolía.
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1.- Foroneo fue, según algunos mitos, el primer hombre, creado de barro por Prometeo. Según otra versión, sería hijo del dios río Inaco.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Frente a Ítaka, la isla de Odiseo

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Helena, que había subido con Príamo a la alta muralla troyana, va explicando a su nuevo suegro quién es quién entre los combatientes aqueos. Pregunta el rey:

- Y dime ahora, hija querida, quién es aquél, más bajo que Agamenón Atrida pero más ancho de espaldas y de pecho. Ha dejado las armas en el suelo y recorre las filas enemigas como un carnero que atravesara un gran rebaño de cándidas ovejas.
- Aquél es el hijo de Laertes -respondióle Helena, hija de Zeus-, el ingenioso Odiseo, que se crió en la áspera Ítaca; tan hábil en urdir engaños de toda especie, como en dar prudentes consejos"... (1)
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Odiseo y Nausícaa. Valentin Serov. Tretyakov Gallery.

Odiseo se presenta al rey Alcínoo, el padre de Nausícaa, diciendo:

- Soy Odiseo Laertíada, los hombres me conocen por mis variadas astucias, y mi gloria llega hasta el cielo. Habito en Ítaca, que se ve a distancia; en ella está el monte Nérito, frondoso y espléndido, y en derredor suyo hay otras muchas islas cercanas entre sí, como Duliquio, Same y la selvosa Zacinto... (2)
 
Y Virgilio, queriendo honrar el lugar en el que su amigo Augusto había derrotado a Marco Antonio, hace que Eneas se acerque a estas tierras y nos dice en su Eneida:
 
Ya aparecen en medio del mar la selvosa Zacinto, y Duliquio, y Samos, y Nérito... Esquivamos los arrecifes de Ítaca, reino de Laertes, maldiciendo aquel suelo que produjo el cruel Odiseo... (3)
 
Según nos cuenta Homero en el catálogo de las naves que fueron a Troya, Odiseo mandaba en Itaca, Samos, Duliquio y la selvosa Zacinto. Era de origen corintio (hijo de Laertes y de Anticlea, a su vez hija de Autólico, el famoso ladrón) y se casó con Penélope (hija de Icario de Esparta y de la náyade Peribea) después de competir con otros pretendientes y vencerlos en una carrera de carros.
 
En realidad, no está clara la paternidad de Odiseo pues Anticlea, la hija de Autólico el ladrón, estaba a punto de casarse con Laertes. Pero, enterado Autolico de la ingeniosidad de su rival Sísifo, de inmediato deseó tener un nieto con tal ingenio. Para conseguirlo, obró con rapidez y, mediante engaños, consiguió que el admirado rival se acostara con su hija la noche previa a la boda con Laertes. Fruto de aquella unión sería Odiseo, el fecundo en ardides, quien, por tanto, sería hijo de Sísifo y no del bueno de Laertes como algunos quieren hacernos creer.
 
Odiseo participó también en la competición por alcanzar la mano de Helena, la hija de los reyes de Esparta, pero intuyendo que aquello acabaría mal renunció a la victoria y, a cambio de la ayuda de Tindareo (el padre mortal de Helena) en la consecución de Penélope, la hija de su hermano Icario, Odiseo le sugirió el método para impedir el enfrentamiento entre los distintos pretendientes (Ver Esparta). Odiseo consiguió la mano de Penélope al viejo estilo, es decir, venciendo en una carrera de carros amañada (no sabemos si con la prometida ayuda de Tindareo), pero después de casarse se comportó como un héroe moderno, y a pesar de la oposición de Icario decidió volver a Itaca con la esposa conseguida (4). Preparó su dorado carro, y siguiendo el ancho y fértil valle del Eurotas, se dirigió hacia el Sur, hacia el mar. Pero Icario les siguió durante un trecho, rogando insistentemente a su hija que regresara, hasta que Odiseo, perdida la paciencia, dijo a Penélope: ¡O vienes a Itaca conmigo o te quedas aquí con tu padre, pero sin mí! Por toda respuesta, Penélope se bajó el velo que le cubría la cara, e Icario comprendió que Odiseo tenía derecho a llevársela. Y así fue como, tras cruzar el ondulado mar, se instalaron en Ítaca, en la casa de Laertes.



Transcurrido algún tiempo, cuando Odiseo vivía feliz en su montañosa Itaca, aparecieron Agamenón, rey de Micenas, y su hermano Menelao, rey de Esparta, para comunicarle que Helena, mujer del último, había sido raptada por Paris, hijo de Príamo rey de Troya, y la ofensa debía ser vengada. Odiseo sabía ya lo que había pasado, y sabía también, por un oráculo, que si iba a Troya no volvería hasta pasar veinte años de numerosas calamidades. Así que intentó evitar tales desgracias fingiendo haberse vuelto loco y negándose a reconocer a los huéspedes (se había colocado un gorro en forma de huevo y araba sus campos con una yunta formada por un asno y un buey, con surcos entrecruzados y echando sal por encima de su hombro izquierdo). Pero no le sirvió la treta porque Palamedes, que acompañaba a los hermanos, tomando en sus brazos al pequeño Telémaco, hijo único de Odiseo, lo puso delante de la yunta en una situación de gran peligro y, como era de esperar, Odiseo reaccionó refrenando a los animales para evitar que lo pisaran. Eso demostraba su cordura y lo obligaba a unirse a la expedición. Y se unió, pero Odiseo nunca perdonó a Palamedes su treta, pues ese fue el comienzo de sus males...  

Años más tarde, en el noveno de la guerra troyana, Odiseo fracasó en un intento por conseguir forraje para los caballos aqueos, lo que le fue reprochado por Palamedes quien, quizá para humillar a Odiseo, asumió él mismo el reto y consiguió abundante alimento para el ganado.. Eso ya fue demasiado. Con la complicidad de Ajax Telamonio, y quizá también con la de Agamenón, el fértil en ardides preparó una venganza cruel:
 
Escribió una carta, firmada por Príamo y dirigida a Palamedes, en la que le comunicaba que el oro entregado era el pago que había pedido por traicionar a sus compañeros argivos. La carta fue puesta en manos de un frigio a quien se le pagó por llevarla al campamento aqueo. Una vez allí, el frigio fue detenido y asesinado y la carta presentada a todos los combatientes. Como Palamedes lo negó todo, Odiseo y Ajax sugirieron que se revisara su tienda por si había escondido allí el precio de la traición. Claro que, previamente, ellos habían escondido bajo el suelo de la tienda de Palamedes una bolsa con pepitas de oro por lo que el cuerpo del delito apareció y Palamedes fue acusado de felonía y muerto a pedradas por sus propios compañeros.
 
Y de pronto, incluso este angosto camino costero se aleja del mar. Buscamos una y otra vez la forma de llegar a la desembocadura del mítico Aqueloo, pero no hay carretera alguna. Sólo estrechos caminos de tierra parecen dirigirse al mar, aunque, después de engañarnos durante unos kilómetros, se tornan de pronto y regresan al punto de partida. Cansados y hambrientos, nos paramos en un altozano, desde el que se divisa la isla de Cefalonia, y aprovechamos para recuperar nuestras fuerzas mediante una frugal comida.

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1.- Homero. La Ilíada.
2.- Homero. La Odisea
3.- Virgilio. La Eneida

domingo, 15 de noviembre de 2009

Frente a la isla de Skorpios

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Skorpios, Marzo de 1975. Hace frío y el ambiente es húmedo. Hay marejada. Cristina Onassis, pálida, sin maquillar, con los ojos anegados en lágrimas, sigue el féretro de su padre hasta la pequeña capilla funeraria de mármol blanco erigida por el difunto dos años antes para Alejandro, su hijo...(1) Todo un imperio queda atrás, y la tragedia ha alcanzado su punto culminante: su primera mujer, Tina Livanos, que aunque separados era la madre de sus hijos, como en un insulto hacia él, se había casado con Stavros Niarchos, su gran rival; su querido hijo y heredero, Alejandro, perdía la vida al estrellarse el hidroavión que pilotaba y su nuevo matrimonio con la ex primera dama americana es ya un fracaso. Cansado de la vida, invadido por la miastenia y la soledad, renuncia a seguir viviendo, y un buen día, desde Neully, en Francia, regresa a su isla de Skorpios para mezclarse con su tierra. Sólo Cristina, la inestable Cristina, queda como heredera de una fortuna que ya hace veinte años se estimaba en más de mil millones de dólares... Y sólo dos años más tarde, con veintisiete años, también Cristina, quizá víctima de sus propios excesos, es llamada al más allá. Un imperio se ha derrumbado...
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¿Pero quién era este hombre, este rey de los paparazzi y del papel cuché? Aristóteles Sócrates Onassis había nacido en Esmirna, Turquía, en el año 1906. Era hijo de un próspero comerciante de tabacos y, cuando tenía sólo dieciséis años, la situación política derivada de la guerra greco-turca le obligó a emigrar. Pasó por Grecia, la patria de sus ancestros, donde la miseria existente le aconsejó dirigirse a tierras más prometedoras. Así llegó a Argentina donde, importando tabaco del negocio de su padre y exportando carne, consiguió hacerse rico. Con la gran depresión de los años treinta tuvo la gran oportunidad de comprar unos viejos barcos a precios de saldo y comenzar su vida de armador. La guerra, la suerte y la colaboración con los ejércitos aliados le convirtieron en uno de los hombres más conocidos y ricos del mundo, y sobre su flota, cual nuevo Felipe II, comenzó a no ponerse el Sol.
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Pero todo triunfador tiene también su cara oscura y Ari, como le llamaban sus amigos, estaba convencido de que su éxito económico era causa de su fracaso sentimental. Sus matrimonios con Tina Livanos, hija de otro afamado armador griego, con María Callas, rutilante estrella del mundo de la ópera, o con la anterior primera dama americana Jackeline Bouvier son tormentosos y terminan mal. En sus últimos días, el rico armador se vuelve hacia su tierra, hacia sus paisanos, y resignado, sintiendo que ha sacrificado su vida por un mundo de oropeles, mentalmente enfermo, se abandona a la espera del final.
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Dejamos atrás Skorpios y seguimos nuestro caminar a través de esta costa baja y accidentada. La vegetación llega hasta el mar y las playas son escasas y pedregosas. La zona es solitaria y el turismo no se acerca hasta aquí. Tampoco hay hoteles ni, creo yo, cámpings. Es una costa solitaria, abandonada, pantanosa y húmeda; es una costa perdida frente a la mítica isla de Odiseo.

martes, 3 de noviembre de 2009

El mar Jónico

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Siguiendo la costa epirota, hay un momento en que ésta forma una gran ensenada, como un mar interior, apenas comunicada con el exterior por el pequeño estrecho de Preveza: la carretera se interrumpe y se hacen necesarios los servicios del pequeño ferry que une las dos orillas. Después de la corta travesía aparece ante nosotros la provincia de Etolia, una comarca baja y fértil aunque con una agricultura no desarrollada en consonancia. La costa se vuelve más accidentada y las escarpadas islas Jónicas, los dominios de Odiseo, marcan el horizonte. En medio, un mar azul intenso cuyo nombre, Iónico o Jónico, deriva de Ío, la diosa-luna de Argos.


Zeus convierte a Ío en vaca...

Ío era hija del dios-río Inaco (y, por tanto, hermana de Foroneo, el primer hombre que fundó una ciudad), y fue una sacerdotisa de la diosa Hera argiva (Ver Argos). Su belleza era grande y Zeus, siempre débil ante los encantos femeninos, no tardó en enamorarse de ella. Pero la celosa Hera, ofendida como diosa y como esposa, vigilaba de tal forma a su sacerdotisa que Zeus, para poder engañarla, tuvo que convertir a Ío en vaca. Pero ni así, pues de inmediato, sospechando el engaño, Hera la tomó como suya y encargó a Argos, el perro de cien ojos que todo lo veía, la vigilancia del animal. Claro que, tratándose de asuntos amatorios, tampoco Zeus era de los que se rendían a las primeras de cambio. Llamó, pues, a Hermes, y le encargó la difícil misión de librarse del horrendo perro, cosa que Hermes, después de ayudarse con la flauta para dormir cada uno de los cien ojos del animal, lo consiguió aplastándole la cabeza con una piedra enorme. La muerte del fiel guardián que todo lo veía entristeció a Hera quien, como recuerdo, puso sus ojos en la cola del pavo real.
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...Argos se queda dormido y...

...lo demás es historia.-----
Pero Hera no se entretuvo demasiado en llorar a su fiel perro sino que, con ánimo de venganza, envió rápidamente un terrible tábano para que persiguiera constantemente a Ío. La pobre sacerdotisa convertida en vaca, huyendo del tábano cruel, cruzó toda Grecia de este a oeste y llegó hasta Dodona, lugar en el que su amante tenía un santuario. Pero ni allí dejó de perseguirla el tábano. Desesperada, se dirigió al sur, hasta tropezar con este mar azul que hoy se llama Iónico en recuerdo suyo, y en el que se detuvo. Pero el tábano la siguió picando, e Ío tuvo que continuar un peregrinar que la llevó, por el Bósforo (que significa, precisamente, paso de la vaca), hasta Asia Menor y la lejana India. Luego regresaría, por Arabia, hasta Egipto donde, al parecer, habiendo despistado a Hera, se convirtió en Isis y encontró la paz. Más tarde Zeus le devolvería la figura humana y, como Zeus nunca daba puntada sin hilo, antes de abandonar a la atribulada muchacha la tocó provechosamente. Fruto de aquel toque mágico nació Épafo, el hijo de ambos, cuyo nombre significa precisamente eso: el toque.

La carretera es cada vez peor. En nuestro deseo de no alejarnos del mar hemos abandonado la carretera principal que desde Artá lleva a Naupatos (Lepanto) y Atenas, y hemos tomado este mal camino costero. Pero si la carretera es mala, las extraordinarias vista de las islas Jónicas compensan el esfuerzo. Allá, al fondo, entre brumas, está la gran Leukas y, más acá, como en su regazo, la pequeña Skorpios.

martes, 27 de octubre de 2009

Las valientes mujeres de Zalongo


En lo alto del cantil puede verse el sencillo monumento
en honor de las mujeres suliotas.
 
Típica vestimenta suliota
El Epiro es una zona pobre, montañosa y áspera, con unas comunicaciones siempre difíciles con el resto del país, y un aislamiento ancestral. Esta permanente incomunicación condujo durante el siglo XVIII, a la existencia de grupos montañeses que vivían de espaldas de los dominadores turcos quienes, gobernados por Alí Pachá desde Ioannina, evitaban hacer incursiones por estas zonas. Fueron estas tribus montañesas las primeras que se enfrentaron al opresor turco y constituyeron los primeros núcleos independentistas, si bien, dado su fraccionamiento y rencillas particulares, pocas veces supusieron una auténtica amenaza para el poderoso gobernador albanés y, en muchas ocasiones, sus luchas iban más contra el vecino que contra aquel. Sin embargo, con el cambio de siglo, sus escaramuzas comenzaron a preocupar lo suficiente a los musulmanes como para arriesgarse a enviar un cuerpo de ejército con la intención de sojuzgar definitivamente a los levantiscos epirotas.
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Era el año 1803 y el ejército turco barría esta costa con la intención de no dejar vivo a hombre alguno que pudiera empuñar un arma. Una de las tribus que más se había destacado en la lucha era la de los Suliot (pequeño grupo de cristianos ortodoxos independentistas) y contra ellos se dirigió la venganza turca. Ante la incapacidad de enfrentarse al enemigo, los hombres huyeron a las montañas mientras las mujeres y los niños, aterrorizados por los métodos del opresor, huyeron de sus casa y se refugiaron en lo alto de los acantilados próximos a la villa de Zalongo. Pero los militares las siguieron. Fue entonces cuando, ante la inminencia de caer en manos del enemigo, aquellas valientes mujeres suliotas se acercaron al borde del precipicio y, en medio de un baile ritual, una tras otra, cogieron a sus hijos en brazos y se fueron lanzando con ellos al vacío...

Farewell poor world,
Farewell sweet life,
and you, my poor country,
Farewell for ever
.....
The women of Souli
Have not only learnt how to survive
They also know how to die
Not to tolerate slavery
.....
De la canción popular griega La danza de Zalongo

Los soldados musulmanes, estupefactos, sólo pudieron recoger sus cadáveres. Luego, Lord Byron (o Lordos Vironos, para los griegos) cantaría la gesta de las "suliot" en su Don Juan y, en la actualidad, un sencillo monumento en lo alto del cantil recuerda aquel gesto altivo.

domingo, 18 de octubre de 2009

Bajada al Erebo


Como hemos visto, al Nekromanteion acudían los deseosos de establecer contacto con el reino de Hades, es decir, con las almas de los difuntos, para informarse de su estado o de sus deseos. Su situación, junto al Aqueronte, una de las tradicionales entradas al Erebo, y su pretendida colocación justo encima del palacio de Hades y Perséfone, facilitaría el contacto entre los habitantes de uno y otro mundo. Ese contacto tenía que establecerse a través de la correspondiente sacerdotisa, pero, a la vista de los que han podido ir más allá (Teseo, Heracles, Orfeo, Odiseo, Eneas, etc.) la entrada no debía ser imposible, más bien cosa de influencias...

Así pues, partiendo del supuesto de que todo aquel que se precie ha de bajar al Erebo, me decidí a convertir la simple excursión que desde Parga hicimos por el cauce del Aqueronte en algo más que un simple viaje de recreo. Decidí que aquella estrecha garganta por donde el río parecía brotar de las entrañas de la tierra no podía ser el fin del viaje, tenía que haber algo más allá, tenía que seguir. Y seguí, y aunque sólo fuera en la barca de la imaginación, conseguí llegar a la misma frontera entre la vida y la muerte. Pero empecemos por el principio.
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Después de negociar una y otra vez con el viejo guardián, después de ofrecerle el oro y el moro, llegamos finalmente a un principio de acuerdo. No estoy muy seguro de que el anciano sea de fiar pero, ¿qué otra cosa puedo hacer sino ponerme en sus manos? Cuando llega la hora prevista, la solitaria hora de la siesta, nos presentamos en el lugar acordado. Allí está él esperándonos. Siguiendo un angosto sendero que se introduce entre la vegetación, llegamos al borde de un precipicio por cuyo fondo fluye un agitado riachuelo de montaña. Unos desgastados escalones, excavados en la propia roca, descienden hacia el infierno.
 
Hay en aquel confín una honda sima,
vasta caverna de escabrosa roca.(1)
 
Bajamos bordeando el precipicio hasta llegar al nivel donde el torrente, remansando, forma una pequeña y sucia charca. Allí nos detenemos y esperamos al barquero que debe recogerme. Espesos nubarrones lanzan su sombra sobre aquellas aguas pestilentes cubiertas de hojas, ramas y todos los desechos que imaginarse puedan. A la entrada de la charca, profundos remolinos producen una espuma negra sobre la que vuelan toda clase de insectos desagradables. Al otro lado, el torrente se precipita entre dos rocas que se lo tragan hacia el centro de la tierra.

Un calor húmedo y pegajoso hace insufrible la espera, mas no tarda en mostrarse nuestro hombre quien, saliendo misteriosamente de entrambas rocas y remontando la corriente, aparece en la frágil barca en la que ha de llevarme hasta la laguna Aquerusíade. El anciano y solitario remero, luchando contra los amenazantes rápidos y remolinos, sortea con habilidad inusitada las sucesivas trampas que los dioses han colocado para dificultar el paso a los mortales. Restos de troncos putrefactos interrumpen, aquí y allá, la corriente y retienen la maloliente basura que flota sobre las negras aguas. Allá en lo alto, las nubes crecen hasta oscurecer el día y la amenazante tormenta es inminente. Un gélido viento, escapado por algún estrecho pasadizo de la cueva en que Eolo los retiene, mueve los leves ramajes de unos álamos negros atacados de carcoma y de muerte. La noche parece cubrirnos cuando barca y barquero se acercan.
 
Mariló me mira con preocupación, sorprendida por mi decisión.

 - ¿Vas a ir, al fin? ¿Te vas a fiar de ese tío? -Me pregunta.
- Creo que sí. Ya no puedo volverme atrás.

El viejo barquero de piel cetrina, de modales cansinos y aspecto enfermizo, extiende hacia mí su mano enjuta y me invita a subir. No estoy muy convencido, pero acepto. Luego, mientras la fangosa corriente nos arrastra por un cauce cada vez más estrecho, miro atrás, a los oscilantes álamos, como despidiéndome, y el corazón parece salírseme del pecho. Las piernas me tiemblan y se debilitan a cada segundo. Veo como la corriente penetra en una angostura excavada en la dura roca por la que emanan heladas nieblas. Aterradores rugidos, violentos golpes contra la dura roca, negra noche...

Sólo después de unos minutos de completa oscuridad aparecen en la lejanía, destacando sobre el fondo neblinoso, unas sombras que parecen vagar sin rumbo, débilmente iluminadas por pequeñas antorchas... Los sentidos se saturan con tantas sensaciones embotantes: con los insoportables hedores, con los ruidos de griterío (unos estridentes, de lamentos otros), con el frío húmedo que roe los huesos, con esa oscuridad amenazante...

Todo es tenebroso. A pesar de ello, consigo intuir la existencia de una gran caverna donde el río, formando un remanso, detiene por un momento su corriente para perderse luego más allá, entre brumas y oscuridad.
 
Sí, ésta es la laguna tan temida,
con sobras de Aqueronte alimentada.

El anciano barquero se encamina hacia la orilla, hacia una playa de sucios y oscuros guijarros sobre la que flotan multitud de sombras incorpóreas, de gimientes manchones semitrasparentes, de fantasmas que esperan, que esperan...

-¿Dónde estamos? -Pregunto asustado.
-Aquerusíade llaman a esta laguna; aquí comienza el verdadero Erebo -me dice-. A partir de aquí, sólo el avaro Caronte acepta continuar. ¡Ningún otro; ni por todo el oro del mundo...!
 
Fácil es al Erebo la bajada;
mas regresar de nuevo al aura pura,
es, ciertamente, la parte más osada.
 
Ya sobre la orilla, sentado en el sucio suelo, me veo rodeado de fantasmas, de cuerpos que, ocultos entre negros mantos, se superponen unos a otros, se cruzan, se traspasan..., cuerpos horrendos que extienden sus escuálidas manos hacia mí y que lanzan al aire ayes lastimeros. Así estoy inmovilizado durante un tiempo, sin poder pensar, sin poder moverme siquiera, embargado de angustia y desconcierto. Cuando puedo recobrarme algo y recordar las leídas imágenes del Hades infernal, reconozco las almas de los que esperan a cruzar, almas cuyos cuerpos quedaron insepultos, almas impuras condenadas a una reencarnación vergonzante, o almas condenadas a la muerte.
 
Parte de allí para Aquerón camino:
vasto abismo que en lecho hondo de cieno
hierve, y en el Cocito de continuo
el espeso lodo descarga de su seno.

Absorto en mis pensamientos, tardo en divisar a Caronte, al avaro barquero de horrible ceño y faz descolorida que, manejando su negra barca, se acerca a la fúnebre ribera. Su suciedad espanta. Su larga y sucia barba le cae desaliñada sobre el pecho; su raída túnica, atada con un único nudo, cuelga de sus hombros esqueléticos; y su mirada, de la que brotan llamas, causa un terror espeluznante. Miles de sombras se abalanzan sobre él atropellándose, superponiéndose unas a otras, lanzando ayes que desgarran los oídos; pero él las rechaza bruscamente y, con un horrible grito, las pone en desbandada. Yo, armado de mi escaso valor, me acerco.

- Bien, no le entretendré. ¿Podría decirles que he llegado? -susurro.
- No es posible -contesta el viejo con voz aguardentosa-. Deberá cruzar usted mismo al otro lado, allí le esperan; pero le advierto que habrá de pagarme tanto el viaje de ida como el de regreso...

No me ilusiona la idea, pero no hay alternativa. Con dificultad, penetrando en las turbias aguas de la fangosa ribera, subo a la oscilante y débil barca, embargado por un terror inmenso. Sentado en la proa, observo inquieto como el viejo hunde rítmicamente los remos en el fango, como la niebla y la oscuridad nos envuelven y como el insoportable hedor parece aumentar a cada paso. Lejos van quedando las diminutas luces de las antorchas y, lejos también, los estremecedores gritos de las almas insepultas... Vase haciendo el silencio, ya sólo roto por el chapotear de los remos en el agua putrefacta; la tenebrosa bruma nos envuelve hasta el punto de mojarlo todo y la oscuridad es casi total... De pronto, oigo en la lejanía el ladrido de un perro, o, quizá, de varios. Es, me doy cuenta en seguida, el aullido feroz del can de trifauce boca, de aquel que atruena los ámbitos infernales, del que ahuyenta a las sombras con su eterno ladrido. Es Cerbero.

Un temblor frío sacude mis huesos al distinguir la orilla. Caronte arrima su barca, resquebrajada por los años y por la podredumbre, hasta las proximidades de la cueva a la que Cerbero, amenazando con sus tres fauces, impide el paso a los mortales. Allí, sobre un lodazal cubierto de verde légamo, desembarcamos. Toma el viejo la enorme torta de miel y adormideras que traía preparada para el can, se la tira desde lejos, y el perro se lanza a por ella con apetito desmedido. Luego me manda esperar, y aterido por la fría humedad, temblando de miedo espantoso, me echo, desmayado, sobre aquel lodazal, y pierdo por completo el sentido.

Transcurrido un tiempo de imposible medida, me despiertan unas voces agradables que se acercan desde la espesa niebla. Me incorporo y me alegro al instante. Unas figuras surgen indefinidas, tomando forma entre la bruma y que, aunque incorpóreas, no resultan desagradables. Se van acercando hasta que pude hablarles... Son dos; el más bajo, está claro, es Sócrates, pero el otro, flaco y espigado, ¿quién será? Me invitan a acompañarles.
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A corta distancia, hacia nuestra derecha, nos encontramos un bosque de mirtos, cipreses y negros álamos que, a pesar de la oscura bruma, parece amplio -si no me equivoco, éste es el sitio al que Homero llamaba campo de asfodelos, un lugar triste por donde las almas de los héroes vagan eternamente sin propósito-. A nuestra izquierda queda la encrucijada sobre la que Minos, ayudado por Éaco y Radamanto, monta su impresionante e inapelable tribunal. Más allá, junto al lago que forma el Leteo, se ve un oscuro palacio con numerosas puertas de bronce y sin ventanas: "será la morada de Hades y Perséfone", pienso. Un silencio sepulcral lo llena todo y mi emoción va en aumento al saberme en la frontera entre la vida y la muerte, pues éste es el punto de encuentro con el más allá, el último sitio al que el oráculo permite llegar a los mortales.

Continuamos en silencio, caminando despacio hasta que Sócrates, dirigiéndose a mi, pregunta:

- ¿Y bien? ¿Qué se te ofrece...?
- ¡Oh! Sólo un profundo deseo de conocer a aquel cuya memoria no han podido borrar los siglos; un intenso deseo, un ansia de conocimiento que me hace sentir discípulo incluso del maestro ausente -contesto, quizá exagerando un poco.
- Importante me parece eso, por lo que me alegra. Tu dirás qué quieres saber de mí...
- Verás, maestro, hay muchas cosas que me gustaría conocer pero no sé por donde empezar. Bueno, sí, hay un libro, escrito por tu discípulo Platón, que me apasiona y me inquieta. Fedón lo llaman. ¿Son tuyas las ideas allí expuestas o, tal vez, fue el propio Platón quien las puso de su cosecha? ¡Qué bello tema..., la inmortalidad del alma! ¿Podemos hablar de él?

Las palabras se me amontonan en la lengua. ¡Quiero decir tantas cosas...! Todo parece ahora menos tétrico y menos frío, y la niebla ya no es tan espesa; los altos cipreses lucen más verdes y tanto los mirtos como los negros álamos han desaparecido. Superado el miedo, camino feliz por este parque infernal, ansioso de saber cosas, de conocer. Mis acompañantes caminan despacio, como flotando a un palmo del suelo, y sus palabras son como ligeros y lentos susurros de encantadora musicalidad. Yo les sigo ligeramente retrasado, atento a todo, observando aquella permeabilidad de sus cuerpos que me permite penetrar en ellos al menor descuido. Sócrates parece hablador, pero el alto, sólo de cuando en cuando asiente moviendo ligeramente la cabeza. ¿Quién será?

- ¡Hablar de la inmortalidad del alma...! -exclama Sócrates-. No tiene mucho sentido hablar de inmortalidad cuando tú mismo puedes observarla. Te contaremos, si quieres, otras cosas, por ejemplo, cómo es esta vida, la que espera a todos una vez abandonado el humano cuerpo.

Y como asiento, continúa:

- Pues ya lo ves, viene aquí el alma sin traer consigo otro equipaje que su educación y crianza (2), otras cosas son inservibles aquí, ¡ni el oro ni la plata son ya de utilidad! Es éste uno de los numerosos huecos que hay en el interior del universo. Viven los humanos en uno de ellos, aunque se crean los dueños del espacio; así, todos los que viven desde el lejano extremo del Mar Negro a las Columnas de Heracles, en Iberia, habitan en una minúscula porción del mundo, agrupados en torno al mar como ranas alrededor de una charca. Más allá, otros hombres habitan lugares semejantes.
- Cierto es eso -exclamo yo-, mas no me importa tanto el mundo gobernado por Zeus cuanto el gobernado por su hermano Hades. ¿Cómo es éste?
- Pues bien, amigo, también el Hades está formado por numerosos huecos o cavidades de las cuales es la primera la ocupada por la laguna Aquerusíade, a la que tú has llegado siguiendo la corriente del Aqueronte, pero a la que conducen otros muchos caminos, algunos con numerosas bifurcaciones y encrucijadas. Debajo de nosotros, a gran profundidad, está el odiado Tártaro guardado por gruesas y brillantes puertas de bronce, puertas infranqueables, incluso, para los mismos dioses. Es una inmensa sima a la que confluyen todos los ríos para arrancar de nuevo de ella, dando vueltas y más vueltas, incesantemente. De esos ríos es el más extraño el ardiente Flagetonte, una corriente de agua y cieno hirviente que, cuando encuentra sitio, sale a la superficie de la tierra en forma de líquida lava. Otro río, no menos famoso, es el Estigio, (al que los arcadios confundían con el Mavroneri, un río que desemboca cerca de la actual Vuraikos, en el golfo de Corinto). El Estigio acaba formando, al desaguar, la terrible laguna Estigia, por la cual juran los mismos dioses y a la cual hasta ellos temen. Uniendo esta laguna con el profundo Tártaro, por el lado opuesto al Flagetonte, se encuentra el Cocito, el río preferido de los poetas. Y más allá, cruzando los llamados Campos Llorosos, a la izquierda del palacio de Hades y Perséfone, está el Leteo, el río del olvido al que algunas almas son impulsadas por fuerzas invencibles.
- Temo haberme perdido, pues todo esto parece complicado... Para intentar comprender desde el principio, ¿podría saber a dónde llegan las almas de los que acaban de morir?
- No es esto difícil, pero hace falta tiempo para comprenderlo. Las almas, una vez que abandonan su cuerpo mortal, son guiadas a través de distintos caminos hacia las orillas del Lago Aquerusíade. Allí habrán de quedarse aquellas cuyos cuerpos no fueron debidamente enterrados tras su muerte, vagando durante cien años o hasta que alguna persona piadosa proceda al entierro. Las demás, y éstas cuando ya han purgado su tragedia, después de abonar a Caronte el viaje, cruzan la laguna y llegan a la vasta playa que tú ya conoces, playa en la que Minos tiene montado su tribunal. Piensan algunos que en este tribunal se decide la suerte de las almas recién llegadas, después de sopesar las obras buenas y malas realizadas en su vida mortal, mas esto no es cierto. Aquí, los tres jueces sabios, dirimen las disputas ocurridas en el propio Erebo: son jueces de los muertos, que juzgan lo que ocurre entre los muertos y no lo que se haya hecho en la otra vida. Y es que no hace falta juez alguno para decidir el destino de los asesinos, pues ellos mismos, inexorablemente, se ven impelidos a bajar al profundo Tártaro:
 
Allí gimiendo están los que al hermano
profesaron, en vida, odio demente;
los que hicieron ultraje al padre anciano,
los que en fraude envolvieron al cliente...(3)
 
También son condenados al Tártaro aquellos que por arrebato momentáneo cometieron oprobioso homicidio, mas éstos, transcurrido un tiempo, son devueltos por las corrientes a las orillas de la laguna Aquerusíade. Deben luego presentarse ante los ofendidos y pedirles perdón, lo que hacen con humildad pues no hay nadie que no prefiriese vivir esclavo de un campesino pobre a gobernar en todo el Tártaro. Si el perdón les fuera concedido, quedarían liberados de futuros tormentos; en caso contrario, serían devueltos, y por igual período de tiempo, a las profundas simas. Las almas devueltas del Tártaro y aquellas otras que, por ser menores sus faltas, no han sido condenadas a tamaño tormento, se juntan y vagan hacia el río del olvido, el Leteo, impulsadas por extrañas fuerzas. Allí, después de beber abundantemente de su agua, pierden la memoria y esperan a poder reencarnase para volver al mundo de los mortales.
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El Leteo (¿Limia?) en la frontera con los Campos Elíseos. Ver:
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- Esto lo he comprendido bien. Tengo, no obstante, una duda, ¿cómo se determina el cuerpo en el que va a reencarnar cada alma?
- La elección es fácil, cada alma reencarna en un animal de costumbres similares a las suyas, así, los que se hubieran entregado a la glotonería, al desenfreno, y hubieran tenido desmedida afición a la bebida, es natural que entren en el linaje de los asnos; y aquellos dados a las injusticias, a la tiranía y a la rapiña reencarnarán en lobos, halcones o milanos.
- Parece lógico. Nos queda ahora por saber qué pasa con los que han sido encontrados libres de falta...
- Sí, y es fácil adivinarlo: las almas que han practicado la virtud, la moderación y la justicia (todas ellas virtudes eminentemente sociales) tomarán por cuerpos los de seres que sean como ellos: seres sociables como hormigas, avispas o, incluso, cuerpos humanos para convertirse en hombres de bien.
- ¡Triste es todo esto maestro! ¡El eterno ciclo de la vida y la muerte...! ¿Y cómo liberarnos de él?
- No es fácil, pero es posible. La filosofía presenta el modo de dominar los deseos corporales, de superarlos y de mantenerse firmes frente a ellos. Estas ataduras de los sentidos impiden, tras la muerte, la perfecta separación de alma y materia por lo que el espíritu contaminado sigue siendo atraído por el cuerpo, y esto le obliga a reencarnar. Pero, quien obra de acuerdo con la filosofía y consigue el total dominio de la carne, se mantiene despegado de la contaminación mortal. Así, cuando el alma abandona el cuerpo, como espíritu puro e incontaminado que es, participa de la naturaleza de los dioses y alcanza la inmortalidad, liberándose del despiadado ciclo de las reencarnaciones... Para éstos han preparado los dioses una morada especial en los campos de eterna primavera a los que también llaman Campos Elíseos. Virgilio los describió en bellos versos:
 
Ábrense allí sobre inocentes prados
tintos de rosada luz cielos serenos;
regiones siempre iguales, siempre bellas,
que tienen su sol, que tienen sus estrellas...

Están allí los que a la patria amaron,
y heridas por la patria recibieron;
allí los sacerdotes que guardaron
austera castidad mientras vivieron...
 
Son algunos pueblos orientales los que mejor han comprendido la esencia de la filosofía, del dominio del cuerpo y de la ruptura de las ataduras que representa sus imposiciones. Buda lo explicó mejor que yo.

Estaba entusiasmado escuchando al maestro, pero es la hora. Hay que retornar al otro mundo antes de que el guardián cierre el famoso oráculo de los muertos, el Nekromanteion (4). Miro al desconocido acompañante, que sin decir ni palabra asentía a todas las afirmaciones del maestro, y me despido.

- Gracias, maestro. No necesito más, y aunque la charla es agradable debo regresar. ¡Bendita filosofía que crea maestros inmortales como tú!
- Nunca olvides que la búsqueda del conocimiento es la base sobre la que sustentar una vida, sobre la que elevar hacia la inmortalidad un alma. Agatón y yo te deseamos buen regreso...

¡Agatón! Ya está, ¡es Agatón...! (5)
 
__________
 
1.- Esta y las siguientes citas están tomadas de la Eneida, de Virgilio, en sus versiones de Editorial ALBA y de Círculo de Amigos de la Historia
2.- Esta y las siguientes citas están tomadas de Fedón (Platón. Ediciones Orbis).
3.- La Eneida. Virgilio Marón.
4.- Diciendo: "Sol, adiós", Cleómbroto de Ambracia
---desde lo alto de un muro saltó al Hades.
---Ningún mal había visto merecedor de muerte,
---pero había leído, de Platón, un libro, sobre el alma.
..............................Calímaco: Suicidio filosófico. Alianza
5.- Agatón es uno de los participantes en El Banquete, de Platón.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Cronos y su descendencia

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Rea y Cronos

Hades era el mayor de los hijos de Cronos, y nada más nacer, advertido su padre de que uno de sus hijos lo destronaría, lo devoró como si fuera una vulgar salchicha. Luego Cronos tuvo otros hijos a los que trató de igual manera, mas cuando nació Zeus, el último de ellos, Rea, su madre, cansada de tanto parir hijos para nada, decidió engañar a su voraz marido y envolviendo una piedra con los pañales del recién nacido se la presentó a Cronos como si fuera el bebé. Nada más ver el bulto, y sin sospechar lo más mínimo, Cronos se tragó el engaño, con pañales y todo, y el pequeño pudo ser conducido a Creta donde, escondido en la cueva Dictea y rodeado por los ruidosos Coribantes (encargados de impedir con su estruendo que los llantos del pequeño bebé lo delataran), pudo sobrevivir.
 Rea ofrece a Cronos la piedra envuelta en pañales--------
En cuanto Zeus creció lo suficiente se acordó del trono de su padre y de las meriendas que éste se había pegado a costa de sus hermanos mayores y, poseído de fraternal amor, se dirigió al Olimpo con la intención de arreglar el asunto. Como era de esperar, dada su afición a comer lo primero que se le presentaba, Cronos tenía unas digestiones francamente pesadas y sus siestas eran de las que, milenios más tarde, Cela calificaría como siestas de pijama y orinal. Así que, como era de esperar, Zeus encontró a su padre durmiendo, lo que aprovechó para administrarle un potente vomitivo que le hizo devolver sanos y salvos a todos sus hermanos mayores.

Cuando Cronos se despertó y descubrió el engaño de que había sido víctima entró en una cólera infinita y decidió que esta vez no, que esta vez ni uno solo de sus hijos escaparía con vida. Pero Rea, la preocupada madre, se movió con rapidez y llegó a tiempo de avisar a sus retoños de lo que ocurriría si no tomaban medidas de inmediato. Advertidos pues, los hermanos se enfrentaron a su padre, y mientras Hades, oculto bajo un maravilloso casco de piel de perro que le habían regalado los cíclopes y que le hacía invisible, pudo sujetar a Cronos, el pequeño Zeus lo derribó con un rayo. El viejo dios destronado supo aceptar su derrota y se retiró a Sicilia donde llevó una vida tranquila dedicado al cuidado de sus numerosos rebaños. Finalmente, sus hijos se acordaron de él y, dado su buen comportamiento, le encargaron que reinara sobre las almas afortunadas que habían sido enviadas a los Campos Elíseos.

Destronado Cronos, los bien avenidos hermanos decidieron repartirse el mundo, y mientras a Zeus le tocó el cielo y Poseidón fue nombrado dueño del mar, Hades, el mayor de ellos, se quedó con el mundo subterráneo. Nada se sabe de los otros hermanos y hermanas aunque, con posterioridad, se les encargarían algunas misiones que no dejaban de ser tareas secundarias.

El sombrío reino de Hades (un lugar tenebroso situado en el mundo subterráneo a tanta distancia de la tierra como ésta lo está del cielo, de tal forma que si un yunque cayera desde el cielo tardaría nueve días en llegar a la tierra y otros nueve en llegar desde la tierra al Tártaro, su parte más profunda) no parecía ser el mejor de los reinos, mas él lo aceptó sin protestar y allí se recluyó casi a perpetuidad. Sólo de tarde en tarde, cuando los olímpicos celebraban asamblea, se le llamaba para que asistiera, cosa que hacía sin entrometerse nunca en las cosas de los vivos. Pero, a pesar de su carácter solitario y retraído, la soledad acabó por hacérsele insoportable y, dado que en uno de sus viajes al Olimpo, había conocido a una hermosa joven, pensó que sería buena idea el tomar esposa. Pero no era sencillo porque, ¿quién querría compartir con él una vida tan monótona, enterrados ambos en las profundidades de la tierra?

La hermosa joven de la que se había enamorado era Kore, la hija única de su hermana Deméter quien, como madre, la amaba infinitamente. Y siendo Hades conocedor de ello sabía que su hermana nunca aceptaría separarse de su querida hija y dejar que se fuera con él al profundo Erebo. Decidió pues hablar con Zeus, hombre al fin, quien seguramente comprendería sus inquietudes. Pero Zeus, en el fondo diplomático frustrado, queriendo complacer a Hades pero temiendo al mismo tiempo la reacción de Deméter, no supo tomar partido. No quedaba pues otra solución que no fuera el rapto. Así que esperó la ocasión propicia, y cuando la joven salió a recoger flores a la fértil campiña siciliana, la tomó en sus robustos brazos y subiéndola a su hermoso carro de oro la condujo al rico, pero oscuro, palacio infernal.

La ira de Deméter fue tan grande y sus amenazas tantas (véase Eleusis) que fue necesario llegar a un arreglo: Kore pasaría una mitad del año con su madre en el reino de la luz y reservaría la otra mitad para, con el nombre de Perséfone, reinar en el mundo de los muertos. Allí, desde un suntuoso palacio hecho de oro y materiales preciosos (a Hades también le llamaban Plutón, es decir, el rico, pues era dueño de todas las riquezas que conserva el interior de la tierra), supervisaban el gobierno de su reino, gobierno que habían encargado a Éaco y a los hermanos Minos y Radamantos, los tres jueces sabios.

Más allá del Aqueronte: el reino de Hades

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Desde Parga retornamos a la carretera principal, que seguimos durante unos pocos kilómetros hasta ver el ansiado indicador. Luego, hacia la izquierda, una corta subida que no llega al kilómetro y el aparcamiento. En frente, en lo alto del otero, están ya los derruidos muros de lo que fue un templo infernal.



El Nekromanteion, un oráculo de los muertos, es uno de los escasos templos dedicados al dios de los infiernos que los griegos nos han dejado. Y no es de extrañar su escasez pues los antiguos griegos, como otros muchos pueblos, preferían pasar desapercibidos en asuntos relacionados con el más allá. Quizá por eso Hades, el mayor de los olímpicos, no era un dios especialmente popular.

Actualmente las ruinas del complejo se encuentran en una pequeña eminencia rodeada de tierras bajas y fértiles; pero parece que, en el pasado, las aguas del infernal Aqueronte rodeaban el altozano convirtiéndolo en un pequeño islote en la desembocadura del río. Desde lo alto de la muralla que rodea el recinto se puede contemplar como la verde costa del Epiro se recorta sobre las azules aguas del mar Jónico, salpicado de islotes y de las estelas de los numerosos barcos que lo surcan...

Las ruinas del Nekromanteion, rodeadas por una muralla cuadrangular bastante bien conservada, permiten hacerse una idea fidedigna de como debió ser el santuario en sus años de apogeo. A la derecha de la puerta principal, ocupando el flanco Oeste, estaban las habitaciones de los sacerdotes; y a la izquierda, en el lado Norte, quedan los restos de lo que fueron las despensas y las oscuras habitaciones destinadas a los consultantes. Más allá, un estrecho corredor sin ningún tipo de iluminación recorría la ladera Este para, después de girar hacia el Sur, convertirse en un auténtico laberinto. Luego, tras cruzar la pequeña habitación donde se depositaban las donaciones, se llega a la escalera que baja a la sala de la sacerdotisa...
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Comunicación con el Hades
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Hay que cerrar por un momento los ojos e imaginarse al ansioso consultante que, llegado por mar desde lejanas tierras, deseaba saber algo sobre sus antepasados. Los sacerdotes lo recibirían amablemente, le cobrarían lo estipulado y, tras hacerse cargo de los regalos que el forastero traería para facilitar las cosas, le conducirían a una de las habitaciones preparadas al efecto. En esta habitación sin ventanas, totalmente oscura, el peregrino esperaría los días necesarios para que la sacerdotisa pudiera recibirle y para preparar convenientemente su ánimo. Y luego, tras acompañarlo por el largo corredor, lóbrego y tenebroso, lo introducían en el complicado laberinto de donde saldría totalmente desorientado y espiritualmente predispuesto para los ritos siguientes. El correspondiente descenso hasta la gruta ocupada por la medium, supuestamente situada encima del infernal palacio de Hades y comunicada con él a través de una enorme grieta en el suelo, completaría el clímax...

Las inquietudes de los visitantes serían las normales para tales casos: saber si el alma de su antepasado muerto estaba bien, si había podido cruzar la odiada laguna Estigia, si podía ayudarle en algo, y viceversa. Y saldrían satisfechos. Sin duda, parece que aquí reinaba una gran profesionalidad...

lunes, 14 de septiembre de 2009

La playa de Lichnos

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Parga

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El corto desvío que conduce desde la carretera principal hasta Parga es, desde todos los puntos de vista, digno de ser recorrido. Un mar increíblemente azul bate los pies del alto acantilado dibujando pequeñas ensenadas sobre las que se forman estrechas playas de fina arena. Más allá de los promontorios rocosos, pequeños islotes en forma de "panes de azúcar" salpican la tranquilas aguas de cambiantes colores y dan al conjunto un aspecto de ensueño. Los pinos se cuelgan de las laderas de los farallones, y las flores, especialmente las buganvillas, salpican de verde y rojo las paredes encaladas de las casas. El sol, reverberando en las aguas que rodean los islotes, completa la magia del lugar.
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La turística ciudad de Parga, colocada en anfiteatro alrededor de su pequeño puerto, está separada de las bahías colindantes por dos escarpados promontorios. Tras éstos se extienden dos magníficas playas, una a cada lado, y a las que, por sólo quinientas dracmas, se puede llegar en las barcas que de continuo hacen el recorrido de ida y vuelta. En una de estas playas, la de Lichnos, hay un agradable cámping en el que nos instalamos. Por lo demás, Parga es una villa de calles empinadas y estrechas, arracimadas alrededor del puerto y llenas de tiendas de recuerdos. Numerosos turistas, especialmente alemanes, callejean despreocupados y regatean con cada uno de los vendedores con los que van encontrándose; luego, llegada una cierta hora, como de mutuo acuerdo, todos parecen encaminarse hacia el puerto en donde se agrupan las numerosas terrazas y tabernas de pescado. Comer allí es un auténtico placer (desde luego, más visual que gastronómico) y los precios son relativamente bajos.

Las playas de Parga están menos saturadas que, digamos, las españolas, y también están menos urbanizadas. Sin embargo, es posible disfrutar de numerosas atracciones y a precios muy asequibles. Practicar el esquí náutico o alquilar una moto acuática no suponen mucho dinero, y hacer un recorrido en cualquiera de los numerosos artefactos inflables y arrastrados a gran velocidad por potentes barcas, con las correspondientes caídas y chapuzones, tampoco arruinan a nadie. Es incluso posible tener un emocionante bautismo aéreo volando en un parapente que, arrastrado por una lancha motorizada, sube hasta las alturas para, de vez en cuando y a voluntad del piloto, descender y darnos el correspondiente remojón. Y, por supuesto, también están las actividades submarinas que permiten disfrutar de unas aguas limpias y unos fondos increíbles, iluminados por ondulantes pinceladas de luz.

Disfrutamos de la playa de Lichnos, de sus aguas y de sus atracciones, y disfrutamos también de alguna de sus inquietantes excursiones en barca a las fronteras del más allá, a ese punto donde las aguas del Aqueronte parecen brotar del mismo infierno (Dice Jenofonte: y llegamos a orillas del Aqueronte, por donde, según se dice, bajó Heracles contra el perro Cerbero por un antro que todavía se muestra allí y que tiene más de dos estadios de profundidad...); y llegado el momento de irnos, abandonamos Parga con tristeza. Quizá desde España, a la hora de planificar el viaje, no supimos valorar su encanto y ahora lamentamos no disponer de más tiempo. Pensamos volver algún día, claro, aunque, al recordar la distancia que nos separa, nos invade el pesimismo. Sea como sea, Parga quedará en nuestra memoria como un lejano rincón feliz en el que aún perdura la magia y el misterio.

Cronos devorando a sus hijos

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Las razas de Hesíodo


Como ya hemos visto, hubo una primera raza de hombres que vivían y morían felices sin sentir ningún tipo de preocupación; eran los súbditos de Cronos, una raza preagrícola y prediluviana a la que Hesíodo llamó raza de oro. Pero cuando Cronos, perdido el poder ante sus hijos, hubo de retirarse derrotado a Sicilia, esta raza desapareció de la tierra por extrañas razones, aunque de forma no violenta, como quedándose eternamente dormidos en algún lugar desconocido.

A ésta siguió una raza de plata, una raza de hombres comedores de pan, que estaban completamente sometidos a sus madres y que no se atrevían a desobedecerlas jamás. Eran pendencieros e ignorantes y nunca ofrecían los debidos sacrificios a los dioses, pero al menos no se hacían la guerra mutuamente. También por ocultas razones, Zeus destruyó a esta raza de plata, agrícola y matriarcal.

Los hombres de la raza de bronce cayeron como fruto de los fresnos y estaban armados con armas de bronce. Comían carne y pan, y les complacía la guerra, pues eran insolentes y crueles. La negra peste acabó con esta raza de pastores(1).
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La cuarta raza de hombres era también de bronce, pero más noble y generosa que la anterior pues los dioses los engendraron en mortales. Participaron en la expedición de los argonautas a la Cólquide y en la guerra de Troya y, al morir, se convirtieron en héroes.

La raza actual, la quinta, es la raza de hierro, una indigna descendencia de la cuarta, una raza formada por hombres degenerados, crueles, injustos, maliciosos, libidinosos, malos hijos y traicioneros...(2)

Mariló me mira sorprendida y comenta:

- ¿Y esos, se supone que somos nosotros, claro?
- Por supuesto. Al menos así es como Hesíodo veía a sus contemporáneos...
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1.- ¿Se refiere, Hesíodo, a los helenos primitivos?
2.- Si el párrafo anterior describe a los guerreros micénicos éste, sin duda, refleja a los brutales dorios.

Los helenos primitivos

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Y como la estrecha carretera, con sus curvas y más curvas, parece alargarse eternamente, aprovechamos la ocasión para ir tomando contacto paulatino con la mitología. Si antes nos enteramos de la teogonía, del nacimiento de los primeros dioses, éste puede ser un buen momento para continuar con lo que podría ser la androgonía, la historia de los primeros humanos y su relación con los inmortales.



Los helenos primitivos. Puede que los hombres primitivos nacieran del huevo de la serpiente Ofión o puede que nacieran espontáneamente de la tierra. En todo caso, según Hesíodo, eran una raza de oro, hombres que vivían sin preocupaciones ni trabajo, comiendo solamente bellotas, frutos silvestres y la miel que destilaban los árboles. Bebían leche de oveja y cabra, nunca envejecían, bailaban y reían mucho y, para ellos, la muerte no era más terrible que el sueño(1). Pero, por alguna causa desconocida, estos súbditos de Cronos desaparecieron de la faz de la tierra sin dejar ningún rastro.

Ante tal situación, Prometeo tomó un poco de arcilla de la tierra, la humedeció convenientemente con agua, la moldeó con cuidado y, dándole vida, creó un hombre nuevo.

Y después de haberlo creado fue, ¿cómo no?, su gran benefactor. Él y sus hermanos Atlas y Epimeteo eran hijos del titán Jápeto y, por tanto, una generación mayor que los dioses olímpicos. Cuando se produjo la rebelión de los titanes contra aquellos, Prometeo, que era muy inteligente, adivinó que sería un fracaso y no la apoyó. Ello le granjeó las simpatías de Zeus quien le encargó la creación del hombre. Pero luego surgieron problemas y las buenas relaciones acabaron deteriorándose.

Al principio, los hombres no sabían hacer los sacrificios pues, deseando complacer a los dioses, les entregaban las partes buenas del animal quedándose ellos con los desperdicios. Intervino entonces Prometeo y les dijo a los mortales que sacrificaran una víctima, la trocearan, formaran con su piel dos amplios sacos y los rellenaran de modo que lo mejor de la carne quedara en el saco de peor aspecto y reservaran para el otro saco únicamente los huesos y la grasa. También les indicó que, una vez llenos y bien cerrados, debían presentar los sacos a los dioses y pedirles que escogieran el que más les gustara. Y no se equivocó Prometeo, buen conocedor de los inmortales, pues en cuanto vieron los dos sacos rápidamente eligieron el de mejor aspecto que, como sabemos, contenía sólo los desperdicios. Desde entonces, y gracias a Prometeo, a los dioses se les reservan las partes óseas y la propia grasa quedándose el hombre con la parte magra.

No gustó a Zeus el engaño de que había sido víctima, así que, como venganza, decidió privar a los hombres del fuego con que asaban la carne. ¡Se la quedan, pues que se la coman cruda!, dijo. Sin embargo, nuevamente vino Prometeo en ayuda del hombre y, robando fuego del cielo, lo transportó a la tierra en el interior de un cañaheja y se lo entregó a los humanos. La cólera de Zeus se hizo mayúscula, hasta el punto que decidió prescindir del hombre eliminándolo de la faz de la tierra por medio de un diluvio(2).

En cuanto Prometeo se enteró de las intenciones de Zeus, llamó a su hijo Deucalión y le ordenó que construyera una barca, la llenara de provisiones y se salvaran él y su familia. Así lo hizo, y después de llover nueve días y nueve noches de forma continua, el cielo comenzó a clarear, y Deucalión, habiendo soltado una paloma que regresó con un ramo de olivo, pudo saber que la tierra comenzaba a emerger de nuevo. Poco después el arca se posaba en lo alto del monte Parnaso desde donde Deucalión se dirigió a Delfos para consultar con el oráculo sobre la forma de repoblar la tierra.

Cuando Deucalión tuvo la respuesta del oráculo se quedó perplejo pues se le ordenaba que, para poblar nuevamente la tierra, debía sembrar los huesos de su madre. No obstante, después de meditar durante algún tiempo, llegó a la conclusión de que los huesos que tenía que sembrar eran los de la madre Tierra, es decir, las piedras del camino. Tanto él como Pirra, su mujer, se aplicaron a la tarea y poco después salían de la tierra los famosos hombres sembrados: varones los sembrados por Deucalión y hembras los sembrados por Pirra.

La ira de Zeus se dirigió ahora hacia Prometeo en exclusiva y decidió tomar una venganza ejemplar. Mandó, pues, a Hefesto que lo encadenara a la más alta montaña del Cáucaso y ordenó a un buitre que todos los días le devorara el hígado, hígado que crecía nuevamente durante la noche, eternamente.

Por su parte, Deucalión, aplacada la ira de Zeus mediante sacrificios, vivió feliz con su esposa Pirra quien, ya por el procedimiento normal, le dio otros muchos hijos, entre ellos Heleno, padre de Eolo, Juto y Doro y, por ellos, de todos los helenos.


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1.- Robert Graves. Los mitos griegos.
2.- Previamente Zeus castigó a los hombres con el "regalo" de la primera mujer. Véase el mito de Pandora, en Eleusis.